Me gustaría poder escribir las instrucciones de cómo animarse a todo aquello que rompe con las creencias y valores, pero lamentablemente siento que es un proceso muy personal para resumirlo en una receta culinaria con sabor a éxito. Compartir lo que hizo uno o exponerlo debería ser como la presentación de un libro único e inigualable, sin embargo, hay cierta aspiración implícita en el aire que pretende nuestra vida como un remake de otra, distinta y paralela.
La idea instalada de “si no lo tengo, lo quiero” con una fervencia caprichosa y secuelas a largo plazo de inconformismo, me induce a pensar que no solo estamos insertados en un sistema que nos exige consumir “lo otro” sino nuestros propios capítulos; consumirnos no ya como un bien funcional, sino desintegrarnos las neuronas con tal de llegar a estándares irreales. Una palabra que me transporta sólo a significados negativos.
De alguna manera crecí con esos valores bastante ordenados, la fórmula que no debía fallar era cumplir con bastos años de formación, desde una instancia que ni la memoria hoy en día es capaz de atravesar, como garantía de un ascenso hacia “lo mejor”. Estudiar, los respectivos ciclos, desde la consciencia del mundito que nos rodeaba (con colores que tenían que ser nomenclados y un sinfín de cosas más).
Así, después de terminar unos cinco años universitarios (con toda la suerte), el monopoly existencial me pedía que ejerza dentro de un ritmo poco personal y bajo los estándares de ciertas empresas. Empecé a cuestionarme si estaba cómoda relatando la realidad según los ojos de otro. Primero de manera simplista, después con salpicaduras amarillistas y con deadlines que me generaban más ansiedad que satisfacción. Con esos primeros pasos me compré un ticket directo a la duda, entre el deber y el querer. Un golpe en seco.
Me habían empujado, no sé cómo, a una carrera frenética que jamás hubiese pedido. Ya no era una simple estudiante que surfeaba sus días de cursada, sino que me convertía en algo nuevo: una adulta que debía tomar decisiones “permanentes”, las mejores, las que más garantías me dejasen a largo plazo. Desarrollarme en lo laboral, pero en paralelo proyectar el amor, ahorrar incansablemente para irme quince días de vacaciones y después para tener algo propio.
¿Cómo cumplir con el combo completo? Todavía desconozco. Afortunadamente los años trajeron imposibilidades, y con ellas, los despojos. Siempre digo que las desgracias traen algo bueno, en este caso, pertenecer a la generación que nada lo puede poseer (a menos que lo heredes, que no es mi caso), ni casa, ni estabilidad y menos promesas a futuro.
Los nacidos en la degradación ganamos un montón de ansiedad y eterna desdicha (porque de vez en cuando se nos olvida que nos seguimos exigiendo cosas que ya no nos pertenecen). Viviendo del sueño americano pasado y buscando “algo” que todavía no sabemos definir. Realizaciones más factibles, felicidades, algunas conectadas con lo simple y otras con las superficialidades.
Como remarqué, lo bueno del destierro, es la liberación. Entonces sin cadenas, porque no existen las posibilidades, paradójicamente se abre un abanico más amplio de experiencias improvisadas y la aceptación de los términos y condiciones de arriesgar, con ganancia en euforia y, en algún punto, retorno a la infancia.
Con esa premisa me lancé, sabiendo que no tenía nada que perder, porque nada poseía. Ni los laureles, ni las garantías, ni la certeza de que el camino que debía tomar me iba a llevar a donde todos querían ir. Y, como el hacinamiento y multitudes también me generaban cierta alergia mental, empacar mi existencia en una valija de 23 kilos fue el estrés más insignificante que pude haber tenido en mi vida.

Estos fueron los motivos, no las reglas a seguir, de cómo jugársela se convirtió en la transformación de una persona anclada a lo único que podía controlar: el presente.
¿El viaje per se?
Sólo la antesala de todo lo que iba a llegar y las historias que voy a seguir contando
Excelente relato 😍